lunes, 5 de febrero de 2018

Interiores, gritos y susurros



Título Original Interiors (1978)
Director Woody Allen
Guión Woody Allen
Reparto Diane Keaton, Mary Beth Hurt, Geraldine Page, E.G. Marshall, Sam Waterston, Richard Jordan, Kristin Griffith, Maureen Stapleton, Henderson Forsythe





En pleno resurgir de las acusaciones de abusos sexuales vertidas desde hace años por su hijastra Dylan Farrow que vuelven en pleno ascenso de las, necesarias, plataformas Time's Up o Me Too nacidas en el seno de Hollywood y sin poder dar el que esto suscribe una opinión formada sobre el tema, como tampoco creo pueda darla ninguna persona desvinculada de los hechos, tratando de posicionarme principalmente en favor de la víctima, pero apelando también a la presunción de inocencia de un acusado que en su momento fue absuelto de sus cargos a los fans de Woody Allen sólo nos queda refugiarnos en su faceta profesional, intentando afrontar que cabe la posibilidad de que, como en muchas ocasiones previas a lo largo de la historia del arte y la cultura, estemos admirando la obra de una persona capaz de realizar un acto terrible, pero eso es algo que los seguidores su cine no podemos saber a ciencia cierta y puede que nunca lleguemos a saberlo.




Desde su debut oficial como director con Toma el Dinero y Corre hasta Annie Hall Woody Allen experimentó una notable evolución como autor cinematográfico. El director nacido en New York poco a poco fue abandonando el humor físico heredado de Buster Keaton y Charlie Chaplin y la construcción narrativa por medio de gags propia de su etapa como comediante televisivo, que llegó a su culmen con la hilarante e inolvidable La Última Noche de Boris Grushenko (Love and Death), para dar más solidez estructural a sus propuestas. El estreno en 1977 de la inolvidable historia de desamor entre Alvy Singer y Annie Hall confirmó que Allen dejaba de lado el slapstick y la hilaridad para transmitir su pericia como narrador por medio de los diálogos y el perfil de unos personajes cada vez más cercanos y apegados a la realidad, aunque siempre desde una tonalidad cómica o melodramática. Pero lo que sucedió después del estreno del film que dio el Oscar a Diane Keaton pocos lo esperaban.




Interiores vio la luz entre dos de las obras maestras más grandes de Woody Allen, la ya citada Annie Hall y Manhattan, y no sólo pasó desapercibida entre el éxito y el reconocimiento de ambas, sino que en su época de estreno, allá por 1978, fue un considerable fracaso que no agradó a prácticamente nadie, aunque llegara a conseguir hasta cinco nominaciones a los Oscar. El séptimo largometraje del cineasta estadounidense supuso un impás en su evolución autoral para con él poder ofrecernos su primer drama, una historia centrada en cuatro mujeres pertenecientes a una misma familia que no sólo se revela como una pieza magistral desde cualquier punto de vista, sino también una de las obras mayúsculas dentro de la filmografía del director de Midnight in Paris o Todos Dicen I Love You. Una arriesgada apuesta que debió recibir en su momento mucho más reconocimiento del que consiguió por los motivos que vamos a diseccionar humildemente a continuación.




A nadie se le escapa que Interiores es un homenaje directo y sin concesiones a la obra del director favorito de Woody Allen, el sueco Ingmar Bergman. Aunque previamente ya había rendido tributo a su maestro a modo de pequeñas referencias (esa Parca danzarina en la ya mencionada La Última Noche de Boris Grushenko que parecía salida de El Séptimo Sello) y lo volvería a hacer a lo largo de su filmografía posterior con films tan variopintos como September, Otra Mujer o Desmontando a Harry será con la cinta que nos ocupa con la que Allen se encuentre más cerca del director de La Hora del Lobo o El Manantial de la Doncella. Por suerte no encontramos aquí un bordo émulo, una mímesis arbitraria de las constantes narrativas de Bergman, sino un tributo a su cine a manos de un director que tomando prestadas muchas de esas señas de identidad las pasa por su propio filtro demostrando un control de los resortes de un género como el drama que hasta ese momento de su carrera desconocíamos.




Renata, Joey y Flyn son tres hermanas que deben afrontar la separación de sus padres, Eve y Arthur, un matrimonio adentrado en la sesentena que se toma un descanso indeterminado a petición del cabeza de familia. Ella, mujer que crió a sus hijas desde el desapego y le exigencia propia de una persona de su clase social acomodada, acepta con hostilidad su nuevo estatus social mostrando comportamientos psicológicos propios de una persona enferma mentalmente, siempre con la esperanza de una reconciliación que nunca llegará. Las tres mujeres, que se dedican a la escritura, la interpretación y la fotografía respectivamente deben capear el temporal y mantener las formas afrontando que su padre ha comenzado una nueva vida con una mujer de clase social inferior y su madre no quiere afrontar una realidad que la devoraría como persona destapando toda esta incómoda situación los problemas profesionales y personales de este trío de hermanas.




La puesta en escena de Allen se encuentra en las antípodas de la que había utilizado en su films inmediatamente anteriores, asumiendo un discurso mucho más introspectivo, contemplativo, de una contención notable, recreándose en la soberbia dirección de fotografía de Gordon Willis que juega a placer con las luces y sombras o una gelidez propiamente escandinava que se crece con la fantasmales postales que suponen los paisajes vistos desde esa casa familiar vacía de vida con el oleaje de la playa como fuerza de la naturaleza cuya impulsiva personalidad se contrapone al mortecino ambiente de esas cuatro paredes repletas de recuerdos para las tres hermanas protagonistas. Es inusitado cómo un cineasta que sólo unos años antes había facturado piezas de una notable ligereza como Bananas o El Dormilón pueda mostrar un profundo calado como narrador en el proyecto que nos ocupa en esta entrada.




Desde el punto de vista de la escritura Interiores aborda prácticamente todos los temas que construyeron la filmografía de Wooy Allen como el miedo a la muerte, las relaciones de pareja, el adulterio, el psicoanálisis, dudas sobre la existencia de una entidad superior o la indivisibilidad de la vida personal y la profesional hasta el punto de que una pueda llegar a fagocitar a la otra. Estos dilemas universales, algunos de una contrastada naturaleza existencial, son expuestos en pantalla por mediación de los cuatro personajes femeninos que son los que basculan el discurrir de la historia. Indudablemente los roles masculinos son importantes y la labor de los actores E.G. Marshall, Richard Jordan y Sam Waterston es intachable, pero son las tres hermanas y la matriarca de la familia las que llevan sobre sus hombros todo el peso y Allen demuestra por primera vez en su carrera su talento para diseñar personajes femeninos complejos dentro del drama.




Una de las primeras secuencias del film define con un par de leves pinceladas la personalidad de Eve, cuando se obsesiona con la decoración de la casa de su hija Joey y su yerno Mike sin quedar satisfecha hasta que la misma no queda a su gusto. Esta mujer aposentada en una irrealidad que revela sus inherentes carencias afectivas define por sí misma los miedos y anhelos de sus tres hijas. Flyn es una superficial actriz venida a menos que es sabedora de sus limitaciones interpretativas, Joey es una insatisfecha mujer alienada y hastiada por su carencia de talento cuya inseguridad contagia a su marido y Renata es una escritora de éxito cuyo bloqueo creativo la obliga a recurrir a un psiquiatra y a afrontar una vida matrimonial en la que su marido, también escritor, sufre un terrible complejo de inferioridad con respecto a su esposa. Todas ellas mujeres criadas desde su infancia en un entorno tan acomodado como intrínsecamente represivo desde un punto de vista emocional.




Evidentemente es el reparto de actrices el que eleva el excelente guión de Allen a la majestuosidad, realizando todas ellas una labor de composición interpretativa remarcable. La Eve de una exultante Geraldine Page se asemeja a una entidad fantasmal y etérea, una abstracción irreal que condensa todas las inseguridades y demonios internos de sus descendientes, un ser solapadamente tóxico para todos sus semejantes y allegados que en el clímax final parece ofrecer en herencia todos sus traumas psicológicos a una Joey interpretada desde una sabia constricción por Marybeth Hurt para que esta después de rechazar a Pearl (una inmensa Maureen Stapleton que supone la nota de "color chillón" entre el tempano de hielo que es este núcleo familiar), la nueva pareja de su padre, asista a cómo ella es capaz de ofrecerle sin apenas conocerla el definitivo acto de amor devolviéndole la vida a los pies de la orilla de aquella playa en la que intenta salvar a su madre de un fatídico destino elegido por propia voluntad.




Aunque si hay un personaje que destaca dentro del conjunto de la galería de criaturas que moran por Interiores ese es el de Renata al que da vida una Diane Keaton por aquel entonces en pleno apogeo de su talento interpretativo. La actriz de la trilogía El Padrino no sólo ofrece una labor superlativa en las antípodas de la Annie Hall que tantas alegrías le había proporcionado sólo un años antes, sino que su entrega ciega a la causa de su director (por aquel entonces también su pareja) consigue incluso que sus compañeros en pantalla den lo mejor de sí mismos, como ese Richard Jordan que por efecto dominó, y la enfermiza envidia hacia su mujer, nos lleva al cuarto vértice del largometraje, la algo menos perfilada Flyn de una encantadora Kristin Griffith que tiene su momento de gloria con la secuencia en el garaje con su cuñado, en la que el espectador se compadece de ella ante el deleznable acto que este comete con ella, más por la violencia psicológica que por la física que aplica sobre su persona.




Un clímax final con ribetes de tragedia griega nos lleva a la conclusión de que en no pocas ocasiones una institución supuestamente sagrada como la familia está sustentada en mentiras, miedos, dudas y egoísmo autoimpuesto. En el último plano, el mismo que sirve de bellísimo cartel al film, tres hermanas miran con temor y un pequeño halo de esperanza hacia su futuro representado con un suave oleaje que por fin se ha calmado, guardando luto por una pérdida que posiblemente, y de manera paradójica, les permita liberarse de los lazos emocionales que les impedían encontrar una felicidad que siempre les había sido negada por la alargada sombra de una figura oscura y siniestra (esa aparición final entre penumbras podría haber salido de un relato de terror gótico) con el aspecto de la criatura desvalida que posiblemente nunca fue, transmitiendo un mensaje descorazonador hacia unos lazos de sangre que una vez tensados pueden llegar a ahogarnos hasta arrebatarnos la vida.




En numerosas ocasiones posteriores a la obra que nos ocupa volvió Woody Allen al drama, más o menos ortodoxo, en piezas como las ya citadas September, Otra Mujer o Maridos y Mujeres y Delitos y Faltas e incluso reincidió a la hora de homenajear a su venerado Ingmar Bergman, pero las cotas de calidad aquí alcanzadas rara vez fueron igualadas dentro de su filmografía. Interiores es una de las obras maestras ocultas dentro de la carrera del veterano director y por suerte el paso del tiempo está dándole el lugar que merece dentro de su cinematografía, ofreciéndonos en su momento la primera muestra cristalina de que había otro Woody Allen alejado de la comicidad y lo vitriólico que podía contar historias de profundo calado sobre esas miserias y virtudes del ser humano que a él nunca le fueron ajenas y que hoy, más que nunca, están poniendo en entredicho su trabajo y su imagen pública, no sabemos si por su propia culpa debido a la atrocidad que supuestamente realizó o por la de aquellos que siguen clamando venganza contra él de manera injustificada.



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